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El ajedrez y el sentimiento religioso
Enviado en: 26-02-2018

El ajedrez es un juego de inteligencia que estimula la emotividad y la sensibilidad de quienes lo practican. En tanto búsqueda de lo mejor, conlleva reminiscencias de principios, teorías, credos y dogmas provenientes del ámbito religioso. El filósofo español Miguel de Unamuno (1864- 1936) dijo: “Es en el aspecto religioso donde hay que ir a buscar lo más típico y radical de un pueblo.” Como expresión de cultura, el ajedrez contiene valores y conceptos de doctrinas orientales como el hinduismo, relacionados con su origen; del islamismo, que lo cultivó en el medio oriente, norte de África y sur de Europa, y del cristianismo, que lo extendió a la cultura de occidente.

Durante la edad media, el ajedrez fue modelo para explicar los diversos estratos de la sociedad y ciertos sucesos de la vida cotidiana. Así, el abate Hugo von Trimberg escribió en el año 1300: “Este mundo se parece a un campo de juego, pues, como el ajedrez, tiene reyes, reinas, condes caballeros, jueces y campesinos. Y tanto es así que, si bien lo miramos, Dios ejecuta su juego con nosotros. A quien alberga pensamientos pecadores, le jaquea el diablo continuamente y le da mate a su alma si no sabe protegerse bien.”

Ante el tablero, quien gana es el jugador que hace sobrevivir lo que considera su verdad. Según el escritor irlandés Oscar Wilde, “En cuestión de religión, la verdad es simplemente la opinión que ha sobrevivido.”

El ajedrez refleja o imita sucesos de la vida. Para el pensador escocés David Hume (1711- 1776) “Las primeras ideas de la religión han surgido, no de la contemplación de las obras de la naturaleza, sino de la preocupación por los sucesos de la vida, y de las esperanzas y temores incesantes que actúan en la mente humana.”

La historia ha demostrado que los mitos, las prácticas sagradas y el culto a las divinidades provienen del juego. El historiador holandés Johan Huizinga, en su libro Homo Ludens, dice: “Mediante los mitos, el hombre primitivo trata de explicar lo terreno y, mediante éstos, funde las cosas en lo divino. En cada una de esas caprichosas fantasías con que el mito reviste lo existente juega el espíritu inventivo, al borde de la seriedad y de la broma. Fijémonos también en el culto: la comunidad primitiva realiza sus prácticas sagradas, que le sirven para asegurar la salud del mundo, sus consagraciones, sus sacrificios y sus misterios, en un puro juego, en el sentido más verdadero del vocablo.”

A los orígenes hindúes del ajedrez (año 580 d.C.), corresponde la forma y estructura del tablero de 8 por 8 casillas que, entre otros significados, representa la existencia concebida como campo de acción de las fuerzas divinas. Según el historiador Titus Burckhardt, las piezas y el juego eran una alegoría de los cuerpos celestes. Las casillas encerraban el misterio del redoblamiento, esto es, la progresión geométrica contenida en la leyenda de los granos de trigo, vinculada a su invención.

Del mundo islámico, de acuerdo con la misma fuente, el ajedrez hereda su condición antagónica, que conlleva el culto a las virtudes varoniles en grado máximo: valor, energía, rectitud, dominio de las pasiones, sabiduría. Se sabe que el profeta Mahoma (575- 632), fundador de la religión musulmana, condenó los juegos de azar, pero aceptó los de guerra e inteligencia, lo que explica su popularidad en el mundo musulmán.

El poeta persa Omar Khayyam (1048- 1131), en su Rubaíyat, dice: “La vida es un tablero de ajedrez, de blancos días y de negras noches, en el que Alá aquí y allá nos mueve cual peones y nos da jaques con penas y dolores. Y en cuanto acaba el juego, uno a uno nos saca del tablero y nos arroja a la caja de la Nada.”

Por su parte, el poeta y ajedrecista argentino Jorge Luis Borges, en los seis últimos versos de su poema Ajedrez, reflexiona: “También el jugador es prisionero/ (La sentencia es de Omar) de otro tablero/ de negras noches y de blancos días./ Dios mueve al jugador, y éste, la pieza./ ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza/ de polvo y tiempo y sueño y agonías?”

La historia consigna que varios dignatarios y religiosos han sido aficionados al juego ciencia. En el siglo IX, por ejemplo, el jurista y devoto árabe, Al Shafie, logró legalizar el ajedrez en su Califato con la condición de “no jugar por dinero, no distraer de la oración a los creyentes ni jugar en las calles, plazas u otros lugares públicos.” También lo practicaron San Francisco de Sales, Santa Teresa de Jesús, así como los pontífices León X, Urbano VIII, Inocencio X, León XIII y el papa Juan Pablo II.

Sin embargo, en el libro, De Buda a Fischer y Spassky, dos mil años de ajedrez, compilación del poeta y ajedrecista mexicano Eduardo Lizalde, se lee: “El ajedrez no existe. Solamente los dioses saben jugar al ajedrez. El ajedrez que juegan los humanos es una caricatura, una simulación mediocre del verdadero ajedrez… Dioses más altos, dioses no terrenales, dioses de otras galaxias y sistemas enseñaron a las divinidades chinas, hindúes y occidentales a jugar ajedrez. Pero, ¿quién enseñó a los dioses orientales a jugar ajedrez? ¿Quién inventó esta cosa, este juego terrible, de la tortura y de la inteligencia? Todo el mundo sabe que los dioses no existen. Todo el mundo sabe que los dioses son un invento del hombre. ¿Y si los dioses son un invento del hombre, quién inventó el ajedrez?... Y si el origen mismo del hombre no es, científicamente hablando, terrenal ¿por qué ha de ser terrenal el origen del ajedrez?”

Así, el maestro Manuel Golmayo (1883- 1973), quien fuera campeón de España durante muchos años, en su libro, Temas clásicos de ajedrez, dice: “El hombre no es simplemente una máquina de cálculo, valdría muy poco. El ajedrez es una minúscula pero expresiva floración de espiritualidad que embellece y tonifica su paisaje vital. De aquí que pese a su marcado carácter racionalista y geométrico, contempla todo un sistema de circulación emotiva en la que, naturalmente, no podía faltar la gran arteria cordial del sentimiento religioso.” Que así sea.


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