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El silencio del ajedrecista no es el silencio
unívoco del atleta, o el silencio empedrado del transeúnte; no es el silencio obvio
de los que se enamoran, o el monótono silencio del chofer del autobús. Se
parece, más bien, al silencio de un lector; ambos son múltiples, fascinantes,
transcurren con fluidez como los carros que pasan por un puente. Ajedrecista y
lector mantienen un pensamiento activo: se preguntan, se responden, avanzan,
dudan, se pierden y se encuentran. Pero el lector no acecha como el ajedrecista;
no controla una batalla, por lo tanto, no precisa de la tensión silenciosa que
tienen los jugadores de ajedrez. Cuando los ajedrecistas se enfrentan, su
silencio no crea un puente entre un cerebro y otro, sino que se construye de
manera bimembre: nace del tablero y se bifurca en dos adversarios pensativos. Un
lector, en cambio, establece un puente recto que va de las páginas a su cabeza;
hay un tránsito continuo: las palabras salen del libro y viajan a sus ojos.

El espacio donde se
desarrolla un torneo de ajedrez crea un ambiente semejante al de la
biblioteca. Las personas, frente al tablero o frente al libro, alimentan un silencio
con el que la sala se inunda. Es probable que, en este mismo momento, alguien
se encuentre en una biblioteca y su gesto sea el mismo al de uno que,
probablemente justo ahora, esté jugando ajedrez. Quizás este hipotético lector
está leyendo Los 1001 años de la lengua
española de Antonio Alatorre, y puede ser que vaya por el segundo capítulo,
donde el autor menciona una amplia cantidad de vocablos provenientes del árabe;
tal vez ahora se encuentre leyendo, de ese capítulo, las siguientes líneas:
“con el pensamiento matemático se relacionaba la palabra ajedrez (y sus alfiles, y
sus jaques y mates): los árabes fueron quienes introdujeron este endiablado
juego en Europa”. Por su parte, el hipotético ajedrecista quizás esté moviendo
un alfil y diga: “jaque mate” mientras su contrincante lamenta haber perdido en
este endiablado juego.
Jaque y jaque mate
son raras interjecciones que se han salido del juego. No falta quien quiera
poner en jaque al vecino que no deja dormir con su escándalo; tampoco es raro
que en una discusión alguien deje callado al otro dándole jaque mate con un
argumento difícil de refutar. En el ajedrez, estas palabras tienen un peso casi
mágico. Todo el silencio que se tensa en la partida es interrumpido por un “jaque”,
y esa advertencia es como si el doble puente del ajedrez comenzara a sufrir una
primera fractura. Algo no anda bien, el puente truena y, en algún momento, se
escucha un “jaque mate” que termina por quebrarlo. Las piezas se petrifican y
los jugadores abandonan su silencio.

Contrario al silencio
ajedrecístico, el de los lectores no acaba en un jaque mate, el puente no se
quiebra: se abandona o se termina de cruzar. Las conversaciones que vienen
después del libro o del juego se diferencian por una palabra: hubiera. El hubiera es más común en el juego que en el libro. Lo leído así fue,
y no puedo ser de otra forma, pues el autor es uno y el espectador es otro. En
el ajedrez, los contendientes son autores y lectores al mismo tiempo; cuando
terminan de jugar, aparece el hubiera;
la historia pudo ser distinta; entonces, todo ese silencio se resuelve en
imaginar otras posibilidades en el ya terminado juego: “no hubieras movido la
torre, hubieras hecho el intercambio, hubieras cubierto el caballo…” En el
lector el hubiera, si es que hay, es
un acto más de un idealista que de un arrepentido; un libro se acepta o no se
acepta, pero no habrán de cambiar los párrafos. No se lamenta un mal episodio
como se lamenta haberle regalado un caballo al otro jugador.
[Artículo escrito por: Luis Flores Romero]
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