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Salvo los peones, el resto de las piezas
dibujará rayas azarosas en el tablero. La torre hará sus cruces, el caballo
trazará espirales, el alfil diseñará sus equis, la reina se encaprichará, el
rey se ocultará en la torre. El peón avanza rectilíneo, zigzaguea cuando come,
se corona si es que puede. Trae un sueño de grandeza que pocas veces habrá de
realizarse. Para ello, no debe combatir como ermitaño, necesita de los otros.
Por fortuna, hay siete parecidos a él en el tablero. Las otras especies gemelas
del partido (torre, alfil y caballo) no son menos solitarias que la reina y el
rey, por más que todas ellas necesiten apoyarse entre sí. Los peones, en
cambio, son una comunidad más amplia; podrán juzgarse menos, pero su posición
espacial en las casillas los coloca por delante de los demás soldados. Esta
colectividad y trabajo en equipo les da un rasgo propio: su aparente pequeñez
se torna una auténtica ventaja.
La cautela de
los peones debe ser la cautela de nosotros. Podemos dar un brinco de dos
cuadros al inicio de la guerra, pero después iremos con cuidado, poco a poco. El
peón de rey y de dama son tal vez los más envalentonados. Ese primer avance es
provocativo, en él se transparentan algunos movimientos posteriores. Un peón en
e4 insinúa las posibles jugadas
siguientes. No sólo se trata de adelantarlo dos casillas, sino también de
sugerir el desarrollo de la lucha; capacidad que tiene un contrapunto cuando
hay peones doblados. Un peón obstruido por otro es un sujeto silenciado por un semejante
suyo, es una pieza entorpecida por un análogo. La fuerza de un peón central en
la apertura será equivalente a la fuerza que posee un peón marginal cuando está
por acabarse el juego. La carrera de los peones por conquistar una corona es un
momento acelerado en la partida próxima a concluir; sobre todo cuando un peón
negro y otro blanco nunca se movieron y, ya por el final, se apresuran con una
urgencia de corredor u hormiga.
El peón puede ser
la figura que refleja al hombre, sin embargo, también es la pieza que más
contradice al jugador. Un ajedrecista es un ser solitario, está solo en la
contienda: controla su ejército mientras del otro lado existe el contrincante
controlando otro ejército. El peón es lo opuesto al ajedrecista. El jugador,
mientras combate, necesita estar aislado para poder maniobrar su maquinaria. Un
peón aislado no funciona: el abandono siempre es un obstáculo.
El aspecto sustancial de los peones quizá no sea el de su pretensión por llegar a la
última casilla, sino su fragilidad. A veces parecieran tan frágiles que su
sacrificio llega a ser un beneficio. El gambito de dama aceptado constata la
destreza del jugador y su arrojo por permitir la muerte de uno de sus peones a
fin de optimizar su estrategia. Intercambia a un soldado por la idea de tener
una posición privilegiada en el juego. Al final de una partida, este
menosprecio cambia de manera radical: un peón de ventaja casi asegura la
victoria.
Es mejor guardar
cierta distancia con los que se asumen alfiles, caballos o torres. Saludable es
desconfiar de aquellos que se sienten reyes o fingen parentesco con la dama. No
hay una pieza tan humana como el peón. Es de peones simpatizar con los peones,
y es de humanos sentirnos peones de ajedrez. Pensarnos peones es tener la sensación
de estar frente al tablero como si se estuviera a la orilla del futuro,
bordeando lo desconocido. Caminantes sigilosos iremos hasta la última línea,
sin volver atrás. Entenderemos, mejor que cualquier otra pieza, la condición
del tiempo: el tiempo, las personas y lo peones nunca habrán de retroceder.
Somos peones, y esto lo saben los poetas. Constantino Cavafis (1863-1933) así
lo expuso:
[Artículo escrito por: Luis Flores Romero. Twitter: @lufloro]
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