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Ver un torneo ajedrecístico es mirar la
cara del tiempo. Todo lo que ahí sucede es un concierto de relojes. Un torneo de ajedrez es un gran reloj compuesto no sólo por esos aparatos que controlan los minutos
de la afrenta, sino también por casillas, alfiles, personas, gambitos, torres,
aperturas, silencios, reinas, equinos, equivocaciones, enroques, tácticas, triunfos,
muertes y problemas. Todo ahí funciona con una precisión cronométrica. Un torneo
es una música de ataques y defensas.
En una sala de conciertos hay un minuto de
tensión y angustia: es el minuto previo a la primera nota musical. Lo mismo
ocurre en el torneo de ajedrez en el minuto previo al inicio de la primera
ronda: los contendientes estudian posibles enfrentamientos, calculan sus
alcances, dibujan y desdibujan la suerte de los soldados; todas las piezas se
miran, se vigilan, se repasan como adivinando sus debilidades. Los relojes
están inactivos, pero, en un momento más, habrán de convertirse en un
instrumento de tortura. En cuanto inicie el torneo, todo formará parte de la más exacta de las máquinas.
Antes que los relojes de ajedrez fueran
digitales, el artefacto era una caja
rectangular, indolente y monótona que contemplaba el juego con dos ojos
redondamente fijos. Al interior de esta caja, había todo un portento
de mecanismos y mínimos artilugios que, ensamblados, conseguían medir el tiempo
de la batalla. Ahora, aun cuando ya son digitales, no han dejado de ser
aparatos bochornosos. Estas máquinas, a su vez, son un fragmento más de otra
mayor. Un torneo de ajedrez es una máquina de máquinas. El pensamiento del
ajedrecista también tiene su tic tac; los peones forman parte de una relojería
organizada; las torres y los alfiles se mueven con exactitud de manecilla; el
rey se queda quieto como las horas; el caballo da la hora de la emboscada; la
reina es un péndulo indeciso; las jugadas se desencadenan una tras otra; los segundos
se suceden uno tras otro; las posibilidades que cada jugador se plantea mentalmente
se van proyectando de una en una; los ajedrecistas se distribuyen en la sala
como peones.
El tiempo es una circunstancia cambiante,
cíclica o lineal. Así también ocurre en los torneos. El juego del tablero seis
nunca será el mismo que el del tablero doce. El tablero del minuto cuatro nunca
será el tablero del minuto quince. El perdedor de la primera ronda puede ser el
ganador de la segunda. La reina asesinada en el primer partido, puede ser la
asesina en el siguiente. Si nadie se baña dos veces en el mismo río, nadie mata o
muere dos veces en el mismo tablero.
Un torneo de ajedrez es un reloj
complicadísimo. Está formado por personas, dígitos, piezas, manecillas y casillas. Máquinas
y máquinas embonan, se articulan, inventan una polifonía que casi es un mandala,
que casi es la armonía del universo. En un torneo, los tiempos crecen y
decrecen. Las horas de todos los relojes parten de un tiempo en común pero van
en diferentes ritmos; una partida puede ir más rápida que otra. Todo en un
torneo se convierte en el reflejo del tiempo. Todo en el ajedrez es una
sucesión de eventos en un periodo específico y fatal. La maquinaria del cerebro
del ajedrecista, la maquinaria del reloj, más la maquinaria del juego, son
engranajes, conexiones que funcionan y hacen cantar al tiempo.
[Artículo escrito por: Luis Flores Romero. Twitter: @lufloro / Facebook: Lufloro Panadero]
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