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El ya inolvidable partido de Alemania contra
Brasil despertó puntiagudas bromas y reflexiones de distinta profundidad.
Brasil, equipo anfitrión, era uno de los favoritos; sin embargo, en la
semifinal, vino su derrumbe. No podía ser de otra manera: la selección
pentacampeona se volvió un monumento frágil, pronto a desmoronarse en cualquier
partido, tal vez ante cualquier rival. Y fue nada menos que Alemania quien
descubrió la fragilidad del cuadro brasileño. ¿Qué habrá pensado la afición
sudamericana durante la masacre? La única alternativa era dejar de creer,
repensar el entorno, recordar que sólo se trataba de un mal juego, pero juego
al fin de cuentas.
Durante el partido, cuando la catástrofe se
estaba llevando a cabo, un comentarista mezclaba sus opiniones con la narración
de aquella goliza. En los primeros minutos, comenzó a comparar el partido con
un juego de ajedrez: el equipo brasileño –decía– ataca nada más con puros
peones, mientras Alemania tiene un desarrollo intenso con sus piezas más
valiosas. Al escuchar este símil y contemplar la lluvia de goles, concluí que,
si ese partido en verdad fuera de ajedrez, se trataría de un juego en completo
desequilibrio, quizás un principiante contra un gran maestro. Luego visualicé
otra posibilidad: a lo mejor aquel desastre se podría traducir a un
enfrentamiento de dos ajedrecistas experimentados y con cierta trayectoria,
donde uno de ellos comete errores dolorosos. La semifinal catastrófica de
Brasil contra Alemania es equiparable a la partida inmortal del mexicano Carlos
Torre contra el alemán Emanuel Lasker, cuando el despiadado torbellino de Torre
destruyó al ejército negro.
Conforme el locutor transformaba en tablero
de ajedrez aquel campo de futbol, fue inevitable imaginar a un ajedrecista en total
desacuerdo: “¡cómo se atreven a igualar el juego ciencia con el circo de las
masas!”, pudo haber exclamado. Tal vez otro expectante, más accesible y menos
categórico, opinó distinto: “claro, mucho tienen en común ambos juegos: el gol
y el jaque son el síntoma de un mal camino o de una posible victoria, el
silbatazo final y el jaque mate son el golpe definitivo…” Las semejanzas son
obvias y elementales; las diferencias, inmediatas e infinitas. Será tarea de
alguien más señalarlas.
Más allá de las similitudes entre piezas y
deportistas, hay otro rasgo en común. Se trata del entusiasmo, encantamiento e
interés con que los espectadores presencian una partida ajedrecística o
futbolera. En más de un caso, el público es el mismo; hay aficionados capaces
de disfrutar, e incluso practicar, ambas disciplinas. El asombro ante esa
contemplación produce efectos diferentes. Quien mira el futbol experimenta una
euforia que va de adentro para afuera; el que observa una partida de ajedrez
manifiesta un ímpetu de afuera para adentro. En un sofá o en un estadio, la
afición corea los goles. Alrededor de una mesa, un grupo de curiosos se
congrega en silencio y visualiza varias posibilidades de ataque en el tablero.
La expectación de ambos eventos posee un
sentido estético. El público se sumerge en el partido como si fuera la trama de
una película, el paisaje del mediodía, o un cielo lleno de estrellas. Las
chutadas, los enroques, el tiro de esquina, el salto del caballo lo envuelven y
lo hacen temblar. La atmósfera resulta bella, hay una misteriosa empatía entre
el deslizamiento del balón y el de un alfil. Ya no solamente es el juego, es la
danza, las variaciones imprevistas, las figuras que dos o veintidós jugadores
van diseñando poco a poco. Con la sensibilidad suficiente, un partido de
ajedrez o de futbol es una degustación polisémica. De pronto, deja de existir
la fuerza de dos contrarios, y sólo queda la música que producen, la
ambientación de signos y azares en sesenta y cuatro casillas o en una cancha.
Si resulta
interesante observar un partido, observar a los que observan es también una
experiencia reveladora. Al borde de la silla, un individuo reza para que un
penal sea fallado; otro, estudia religiosamente el movimiento de una dama. El
espectador tiene la fortuna de no ser caballo, delantero, peón o defensa, sino
sólo público. Él está del otro lado, participa de los goles y los jaques pero
no está en sus manos interferir en ese destino, como tampoco está en su poder
salvar la vida de algún personaje cinematográfico. Un buen espectador sabe
mirar estéticamente no sólo un partido de futbol o de ajedrez, sino también la
vida. Bueno o malo, al fin de cuentas, todo se trata de un juego y nada más.
Todo individuo, de alguna forma, es ajedrecista, árbitro, pieza, balón y
futbolista al mismo tiempo.
Artículo escrito por Luis Flores Romero. Twitter: @lufloro / Facebook: Lufloro Panadero
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