en una noche oscura, sin cielo.
El rostro del primero apenas
logra verse cuando enciende
el cigarro que pronto arde
y humea en la penumbra.
Su edad es indescifrable como
su mirada, y mueve sus piezas
blancas con parsimonia antigua.
En cambio, el adversario,
a quien el azar deparó las
piezas negras en el tablero,
ni siquiera nos muestra el rostro.
Pero algo siniestro en su voz,
en el filo de su risa,
en su silueta que se agiganta
en las sombras, nos advierte
que ha movido magistralmente
sus piezas para cercar al rey,
y amanecer ganando el juego
que empezó con saña y alevosía
en el codiciado paraíso.